El otro día que veía una entrevista en la televisión me llamó la atención cómo se hablaba de la criollada de los peruanos. Definían criollada por la aptitud para salirse con la suya sin que otro repare en ello, o lo que es peor, a costas del bien de otro.
En verdad me sentí furioso.
No es posible que un valor (no dentro de la escala de valores morales, sino culturales) como el criollismo se desvirtúe de manera tan asquerosa y malcriada.
Cuando hacemos referencia al criollo inmediatamente pensamos en cantante de valses, con voz latosa, borracho y encima chupando con plata de otro.
Nada más lejos de la verdad de lo que es un criollo.
Conozco a muchos criollos, y ninguno de ellos es un borracho ni tiene voz latosa. Y es que no podemos generalizar.
Criollo es aquel que nace de padres españoles en el Perú. Recordemos sino la Carta a los Españoles Americanos que cursara don Pablo Vizcardo y Guzmán. Esa es la primera definición de criollo en el Perú. Con el tiempo, criollo era aquel cultor de la música de la costa, a saber, valse y marinera. Más adelante, y una vez aceptada por el público la música afro peruana, esfuerzo de Don Óscar Avilés, Arturo Zambo Cavero y Lucila Campos en el recordado vinilo Valseando Festejos, disco que combinaba valses jaraneros con el mal llamado “negroide” (de manera inmediata, lo cual forzaba a la pareja a seguir en la pista a ritmo de festejo) el término criollo se amplió a valse, marinera y festejo.
Hasta hace unas décadas el criollo era quien hacía bella música, conocía de valse, marinera, festejo y demás ritmos negros (landó, aguanieve, tondero y lundero, entre otros).
Desgraciadamente, hoy el criollo no es más ese caballero de fina estampa del que hablara Chabuca Granda y que profetizara el desdén del criollismo en ese Zeñó Manue donde se quejaba que más no la llevaban ni al parque ni a la alameda.
El fenómeno social de la violencia ha carcomido todas las esferas. Hoy en día cualquier jovencito borracho que golpea a más no poder un pobre cajón y berrea Alma, corazón y vida cree que es criollo. Y lo peor de todo no es que lo crea por cantar valses, sino porque está borracho y cantando valses.
Jarana ya no existe más que en dos o tres peñas que conservan la tradición. Guitarra, cajón y voz. Y parejas bailando, por supuesto. Hoy los jueves, viernes y sábado cantan estrellas en pseudo peñas que mezclan valse en medio de salsa, marinera entre dos cumbias y festejo teniendo como himno el jipi jay.
Ay Don Porfirio qué culpa tiene Usted! Sí pues señor, hubiera prohibido a Pepito prostituir nuestro festejo con un canto scout. ¿Se imaginan Oh when the saints al ritmo de marinera? Más o menos eso es lo que bailan las chibolas acaloradas y levantando los pies como si fueran participantes del concurso Sopa de caracol en Hola Yola, al escuchar el Jipi Jay.
En casa de mi abuela materna, doña Carmela Dulanto, es obligación de hijos, nietos, y bisnietos cantar y bailar -según las virtudes artísticas- música criolla en las reuniones conmemorativas. Es más, María del Carmen (nombre de pila de mi abue) celebra a la Virgen del Carmen, con ranfañote, mazamorra de cochino y todo se recutecu.
Y ninguno de los que está allí es un borracho, ni canta con voz latosa y menos canta el Jipi Jay.
El criollismo es alegría, es respeto por la tradición, es jarana hasta el otro día, es compartir un buen aguadito a las seis de la mañana. Revivamos entonces al criollo que vive en nosotros. Cantando, siendo alegres y respetando nuestra tradición.
Criollismo es cultura.
CARLOS MONTALVÁN
miércoles, mayo 11, 2005
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