La Doctora Martha Hildebrandt -quien sí merece ser “doctoreada”, pues posee el postgrado, no como cualquier médico o abogado que se chanta el título- ha iniciado una fuerte campaña por el pago de la educación superior de los alumnos que tienen recursos para hacerlo.
No soy muy adepto ideológicamente a la doctora, pues un ser que cree en Fujimori o podría estar loco o no tendría valor moral o ética algunos. Haciendo un deslinde de la persona con la propuesta, debo decir que me encuentro absolutamente a favor del pago de la educación universitaria.
Cuando en el año 1998 ingresé a la Universidad de San Martín de Porres, pagué –es decir, mis padres pagaron- las seis boletas correspondientes a los cuatro meses de clases más matrícula (¿y la sexta de la suma?, es algo que todos nos preguntamos). Al terminar el ciclo fui compensado con una beca completa pues había salido primero en mi promoción, lo cual debí pagar con cuarenta horas de trabajo en Biblioteca y en Impresiones.
Es decir, estudié gratis, pero con un pago simbólico.
Cuando la beca acabó solicité una categorización, pues la economía familiar se hacía corta para pagar dos universidades, o un colegio y una universidad. Me dieron media beca, con lo cual los bolsillos estuvieron aliviados hasta terminar la carrera.
Ahora bien, en mis desesperadas épocas de aspirante a cachimbo, mi papá tuvo a bien inscribirme en el examen de la Agraria (hasta ahora no sé para qué, pues no existe carrera alguna que me llame la atención de allí, o colme mi vocación), situación que obligó a prepararme en química y biología. Una buena amiga, hoy psicóloga radicada en España con dos maestrías y un doctorado en proceso, me invitó a estudiar con un grupo muy selecto. Casa en Surco, bocadillos y cervezas en la mesa, ropa de marca, algunos de seguro llevados por su chofer.
Y un grupo de ellos ingresó y estudió en la Agraria, y pagó en toda su carrera lo que hubiera significado dos ciclos en la Católica.
La gratuidad de la educación es un derecho adquirido, eso nadie lo niega. Sin embargo, debería ser un derecho con ciertos requisitos. Empezando por la comprobada falta de recursos, pasando por las notas promedio por encima de 15 y finalizando por la retribución con horas de trabajo a la misma Universidad.
Sólo con esos tres elementos podría ser una situación justa, que no significa igual. Dar a cada quien lo que necesita.
Lo mismo, no podemos segregar de la educación gratuita a quienes provienen de colegios particulares, porque ni la pensión, ni la educación privada significan capacidad de pago. Y mucho menos, capacidad intelectual.
No soy muy adepto ideológicamente a la doctora, pues un ser que cree en Fujimori o podría estar loco o no tendría valor moral o ética algunos. Haciendo un deslinde de la persona con la propuesta, debo decir que me encuentro absolutamente a favor del pago de la educación universitaria.
Cuando en el año 1998 ingresé a la Universidad de San Martín de Porres, pagué –es decir, mis padres pagaron- las seis boletas correspondientes a los cuatro meses de clases más matrícula (¿y la sexta de la suma?, es algo que todos nos preguntamos). Al terminar el ciclo fui compensado con una beca completa pues había salido primero en mi promoción, lo cual debí pagar con cuarenta horas de trabajo en Biblioteca y en Impresiones.
Es decir, estudié gratis, pero con un pago simbólico.
Cuando la beca acabó solicité una categorización, pues la economía familiar se hacía corta para pagar dos universidades, o un colegio y una universidad. Me dieron media beca, con lo cual los bolsillos estuvieron aliviados hasta terminar la carrera.
Ahora bien, en mis desesperadas épocas de aspirante a cachimbo, mi papá tuvo a bien inscribirme en el examen de la Agraria (hasta ahora no sé para qué, pues no existe carrera alguna que me llame la atención de allí, o colme mi vocación), situación que obligó a prepararme en química y biología. Una buena amiga, hoy psicóloga radicada en España con dos maestrías y un doctorado en proceso, me invitó a estudiar con un grupo muy selecto. Casa en Surco, bocadillos y cervezas en la mesa, ropa de marca, algunos de seguro llevados por su chofer.
Y un grupo de ellos ingresó y estudió en la Agraria, y pagó en toda su carrera lo que hubiera significado dos ciclos en la Católica.
La gratuidad de la educación es un derecho adquirido, eso nadie lo niega. Sin embargo, debería ser un derecho con ciertos requisitos. Empezando por la comprobada falta de recursos, pasando por las notas promedio por encima de 15 y finalizando por la retribución con horas de trabajo a la misma Universidad.
Sólo con esos tres elementos podría ser una situación justa, que no significa igual. Dar a cada quien lo que necesita.
Lo mismo, no podemos segregar de la educación gratuita a quienes provienen de colegios particulares, porque ni la pensión, ni la educación privada significan capacidad de pago. Y mucho menos, capacidad intelectual.
Aunque todo ello significaría pagar más asistentas sociales que vayan de casa en casa corroborando la veracidad de la realidad argumentada, un sistema de evaluación que esté basado en capacidades y no en conocimientos memorísticos y primordialmente, una mentalidad que sea conciente que de verdad existe quien no puede pagar su carrera, y que no nos podemos burlar con una subvención que no nos toca, sino que se la estamos quitando de las manos a quien sí se la merece.
Si soy un buen estudiante, que me lo reconozcan con media beca, pero si puedo pagar, hagamos un país más justo, pues con ese monto podríamos estar formando a un profesional más.
Ahora, la pregunta es: ¿quién se traga el sapo de la creación de empleos?
A ver si lo reflexionamos en otra de estas espaciadas bitácoras.
CARLOS E. MONTALVÁN
Si soy un buen estudiante, que me lo reconozcan con media beca, pero si puedo pagar, hagamos un país más justo, pues con ese monto podríamos estar formando a un profesional más.
Ahora, la pregunta es: ¿quién se traga el sapo de la creación de empleos?
A ver si lo reflexionamos en otra de estas espaciadas bitácoras.
CARLOS E. MONTALVÁN